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9 noviembre 2009 1 09 /11 /noviembre /2009 00:16
Eriales de Murcia

 

 

Noto como las piedras desgastadas suenan bajo las pisadas de mis botas. Sólo se escuchaba el viento y la puñetera tormenta, amenazando con empezar. Debo darme prisa.

Como nos dijeron, ni rastro de vida. Y como no, todos pensarían que soy el único chiflado del grupo por alejarme del asentamiento... si supiesen que me he alejado.

Llevamos cerca de siete meses con la caravana, recogiendo a los pocos supervivientes que encontramos. De vez en cuando, nos tropezamos con otros grupos nómadas similares al nuestro. Algunos incluso consiguieron anclarse en ciertos lugares donde ni la sequía ni la radiación son una constante. Si se les miraba bien, parecían tribus de agricultores reuniendo y cultivando sólo lo necesario para vivir. Hace unos días que nos aprovisionamos y partimos de uno de esos lugares. Fue allí donde nos informaron de la gasolinera.

También nos hablaron de la contaminación química del lugar. Cuando la gente dejó sus trabajos habituales por “necesidad”, la central química quedó  abandonada y desatendida. Sufrió un colapso al poco tiempo contaminando treinta kilómetros a la redonda.

Sin embargo empieza a escasear el combustible, los vehículos tendrán un día, como mucho dos de autonomía antes de quedarse parados en medio de la nada. Según los mapas, a unos treinta Kilómetros de donde paró el convoy hay una gasolinera.

Empieza a anochecer, y con la bajada de temperatura las primeras gotas comienzan a caer. Nos acostumbramos hace tiempo a estos entornos tan duros. Que se haga de noche no es la mejor de las señales, tampoco estamos muy abastecidos de energía. Una persona normal se perdería a si mismo y no regresaría nunca del yermo.

Ojala por una vez fuese normal.

Llevo horas caminando, y siempre el mismo paisaje. Tierra arenosa, grava y matojos muertos quemados. Caen un par de gotas sobre mí. La ropa de cuero viejo que llevo encima me dará cierta protección contra la lluvia ácida, pero lo voy a pasar mal si permanezco bajo ella.

Escalo un pequeño barranco por las piedras salientes, y al otro lado por fin encuentro algo que no es rocas desnudas desgastadas. No necesitaba mirar el mapa para saber que era el lugar correcto, desde ahí se podía apreciar la gasolinera.

Conforme me acerco, puedo llegar a ver su estado. Sorprendentemente se conservaba mejor de lo que esperaba, las ventanas estaban tapiadas, los surtidores apenas tenían textos legibles, pero sólo después de comprobar con una de las mangueras que no estaban vacíos, y de ver que el indicador de radiación no hacia ni un clic, sentí cierto alivio.

Cuando cojo el asa de la puerta y tiro, se escucha un chirriar fuerte, prueba de que no se había engrasado en años. Por suerte, dentro no siento corrientes, únicamente se escuchaba el silbar del viento del exterior y los primeros truenos declarando el inicio de la tormenta. Por fin me puedo descolgar la bolsa, quitar la capucha y la máscara para respirar sin la ayuda de un pañuelo.

Dentro me vuelvo consciente del lugar en el que estoy y sus detalles. Es la parte de la cafetería. Diez mesas ordenadas en el sentido de las agujas del reloj, con asientos cómodos a cada uno de los lados. Una barra al fondo y la cocina detrás. Pero el polvo es evidente, y del techo se cuela por pequeños agujeros algo de esa agua ácida. A simple vista no hay señal alguna de que alguien viva o se guarezca aquí.

Noto el hedor de la muerte.

No me hace falta caminar demasiado para encontrar el origen. Una vez salgo de la zona de la cafetería y entro en el interior de la gasolinera, veo las estanterías, la mitad llenas de revistas o alimentos que soltaría una maquina expendedora. Cuando me acerco a la caja, veo los restos del dependiente. Un cadáver momificado por el tiempo, puro hueso vestido con la ropa de empresa, pero no es sólo él. El olor me lleva hasta el baño, no muy lejos.

Cuando abro una de las puertas, una parte de mí habría deseado utilizar la taza para vaciar el estómago por las nauseas, no por el olor, si no por la visión de dos cuerpos momificados más, uno de un metro setenta abrazando protectoramente a otro que no llegaría al metro diez. Por suerte o por desgracia, ya estoy acostumbrado.

 Lo único que soy capaz de pensar en este momento es una cosa.

¿Cómo hemos llegado a esto?

Entonces oigo un ruido.

Muy despacio salgo del baño. Si hubiera sido en los pasillos de la tienda habría sido más claro, pero tampoco podía ser fuera, entonces no lo habría oído.

No llevo armas de fuego, como mucho un cuchillo no muy largo. Aun así no lo cojo todavía. No soy de los que llevan las armas por delante, ninguna es fiable, y eso en una versión macabra de Mad Max como es el mundo real es un problema muy serio.

Al poco mi mirada se posa en una puerta, tiene toda la pinta de ser el cuarto de limpieza. Me coloco un poco apartado de la puerta, y después de dejar pasar unos segundos la abro lentamente, para no suscitar reacciones precipitadas.

Un niño, de unos once o doce años estaba sentado en el suelo del pequeño cuarto de limpieza. Tenía orientado a la puerta, o mejor dicho, a mí, un cañón de escopeta.

Dejo pasar un pequeño momento de silencio. No levanto las manos, ni hago un sólo movimiento, pero me mantengo tranquilo. Este niño llevaría aquí mucho tiempo, y parecía tener la determinación suficiente para apretar el gatillo sin remordimientos… Aunque bien pensado ¿quién no la tendría estos días?

—… ¿Cómo te llamas, chico?

No responde. Sé que ahora mismo soy yo el que sobra. No vine a rescatar a nadie, ni tampoco a convencer de que no soy peligroso ni pretendo hacer mal alguno.

Cierro la puerta despacio, dejándola entornada, y me alejo de la habitación. Mi vista escudriña los objetos de la tienda. Pocos tienen ya utilidad, como los teléfonos. Hace años que las comunicaciones cesaron. Sin embargo, las guías de carreteras sí servían, eran mejores que las nuestras.

Mientras guardo una en la bolsa y sigo buscando más souvenirs, oigo como el cuarto de limpieza se abre poco a poco. Era mejor que saliese por su propio pie. Tal vez antes fuese de otra forma, pero en este mundo nadie recibe ayuda si no la pide, porque la palabra “confiar” perdió mucho de su significado.

No necesito girarme para saber que el niño me está apuntando con el arma, pero sigo guardándome cosas. Dudo mucho que a alguien le sirva una guía si le sobran siete más.

—¿Por qué estás aquí? —me dice. Es la primera vez que oigo su voz.

—Podría hacerte la misma pregunta —le respondo. Entonces veo una papelera metálica no muy lejos de ahí, con restos en el interior de papel quemado. No es difícil imaginarse el uso, y de hecho vendría bien en este momento, de noche el desierto se convierte en un congelador.

Cojo un par de revistas, las echo al cubo. A mi derecha en el estante de las bebidas cojo una botella de alcohol puro, ni me molesto en leer la marca cuando echo la mitad en el cubo empapando los papeles. Enciende con un fogonazo cuando tiro una cerilla, iluminando la tienda. Servirá de lámpara a la vez.

—¿Sólo has venido a robar? —me pregunta.

—No voy a tocar la comida si preguntas eso.

Otro momento de silencio incómodo, pero yo sigo buscando y guardando cosas. Entonces miro una máquina de tabaco abierta. Debían quedar unas veinte o treinta cajas. Qué cojones, cojo uno y me enciendo un cigarro.

—¿Cómo has llegado? —me pregunta.

Después de inspirar hondo es cuando le miro. El cañón estaba bajo. Ahora puedo fijarme más en el aspecto del niño. Tenía rasgos gitanos, el pelo largo y negro, y estaba un poco desnutrido. También era algo pálido, habrá estado mucho tiempo sin salir de la gasolinera.

Al menos ya no me apuntaba.

—Vengo de un convoy. Somos unos cuarenta. Necesitamos combustible y supimos hace poco de esta gasolinera, pero el camino de tierra ahora está cubierto de arena. No quieren arriesgarse a perderse en el desierto.

—Y viniste a reconocer el lugar y volver para decirles dónde está.

El niño es listo, de eso no hay duda.

—No se te puede esconder nada.

—¿Me llevarías contigo?

No sorprende, no sorprende nada, situaciones así nos pasan continuamente. De hecho la caravana empezó con ocho personas, y cualquier persona normal en el lugar de este crío agarraría la primera oportunidad para largarse.

Cojo una silla, me siento junto a la hoguera, y vuelvo a hacerle la pregunta, sin dejar de mirar el fuego.

—¿Cómo te llamas?

El niño se muestra reticente a acercarse al fuego. Sin embargo lo hace, aunque parecía bastante angustiado. Se sienta a mi lado con el arma apoyada en el hombro.

—... Nestor.

—¿Cómo llegaste aquí?

—Lo que quiero es salir de aquí, no contarte como llegué. ¿Me vas a ayudar o no? —preguntó casi con enfado.

Está desesperado, quiere tener el control, y el arma le da una falsa confianza que no tiene.

—Está bien... te llevaré —le digo, lo que le alivia en parte. Entonces adelanto la mano—, pero antes tendrás que darme la escopeta.

El niño pareció entenderlo, no podía aparecer con el resto del grupo con un niño armado, pero no quería soltar el arma. Había que exponerle la realidad de una forma más sencilla.

—O me das el arma o te quedas aquí.

Nestor puso cara de no saber que hacer, pero acabó dándomela. La examino tranquilamente, estaba cargada, y aunque un poco oxidada seguía siendo igual de dañina.

—¿Contento?

Me prometí a mi mismo no volver a matar a un ser humano.

—Sí.

No tuvo tiempo de reaccionar cuando apunté a su pecho y apreté el gatillo. Su cuerpo salió despedido hacia atrás, chocando con una de las estanterías y cayendo al suelo.

Me apuntó con un arma, a un niño le temblaría el pulso.

Cualquier persona normal agarraría la primera oportunidad para salir de aquí. Él contaba con ello.

Tantísima comida. Ni un envoltorio en el suelo.

El arma le da una falsa confianza que no tiene. Era un actor estupendo.

Me prometí no volver a matar a un ser humano. Ese niño no es humano.

—En una caravana de cuarenta personas tendrías suficiente alimento para una temporada, ¿cierto? —le digo, acercándome a él, colocando un pie sobre su pecho, inmovilizándole. Había abandonado ese disfraz de inocente, ahora sus ojos estaban rojizos y su boca mostraba los dientes afilados de forma amenazadora—. Fuiste tú quien mató a esta gente.

El niño no habla, directamente me enseña los colmillos como un animal herido. Ignoro que hijo de puta pudo convertir a un niño en esto. Cierro los ojos con decepción y aprieto el gatillo. El cuerpo se convierte en polvo, empezando por la cabeza. Me quedo unos segundos mirando los restos. No me hace sentir mejor matar un monstruo. De hecho ya no siento nada cuando mato.

—Descansa en paz —digo soltando la escopeta sobre las cenizas.


—“Sin noticias por aquí, sargento”.

—Mantenme informado. Dentro de veinte minutos cámbiate el turno con Ferrera y descansa.

Dejó el comunicador sobre la mesa. Era una radio de onda corta, pero de vez en cuando la usaba para emitir por todas las frecuencias intentando encontrar supervivientes. No respondió nadie en las últimas tres semanas.

El sargento Limia fue de los primeros en unirse a aquel convoy, y con un par de soldados, tres policías y un par de aficionados de una extinta asociación del rifle, se puso al cargo de la seguridad del mismo. El resto eran todos civiles que únicamente vieron armas en las películas. Todos protegidos de la lluvia ácida en un autobús, un camión con un remolque habitable, una camioneta, dos acorazados una autocaravana grande y un camión frigorífico.

Y ahora todos están en peligro por culpa del estúpido médico.

—“Sargento, ¿puede venir a mi posición?” —escucha de nuevo por la radio.

—No seas idiota soldado. ¿Qué has visto?

—“Es Santana”.

Limia abrió los ojos de par en par. No podía ser.

—Guárdese sus bromas para su hora de descanso soldado —fue lo primero que se le ocurrió decir sin soltar una bordería.

—“Se lo juro, señor. Mire por el visor. Está bajo la lluvia, señor”.

El sargento dejó la radio, cogió sus gafas de visión nocturna y apagó la luz para poder ver. Sus ojos sólo le mentían cuando llevaba demasiada cerveza encima, y no había bebido desde que empezó el convoy.

Santana se acercaba, con pasos irregulares debido al terreno. Faltaba poco para que entrara en el perímetro. Sin un aviso identificador sus hombres tenían autorización para disparar a cualquier extraño que se acercaba a menos de quinientos metros.

Entonces vio como se llevaba la mano a algo que tenía colgado al cuello, y escuchó desde ahí el silbato. Tres veces era el procedimiento.

—Será hijo de puta.

—“¿Ordenes señor?” —sonó a su espalda.

Volvió a la radio tras quitarse las gafas.

—… Dadle la señal, pero que suba directamente al primer blindado.


Recibo la orden visual. Los faros de uno de los blindados parpadean con las largas puestas dos veces y vuelven a apagarse.

Los vehículos están puestos como ya es costumbre, formando un cuadrado, y rodeando los huecos con alambre de espino. Los francotiradores con rifles de largo alcance y visión nocturna estaban apostados dentro de los vehículos, y con las luces apagadas no puedo verles.

Después de pasar por la única entrada que nos han enseñado, doy tres veces con la palma de la mano en la chapa de la puerta trasera del blindado. Cuando la puerta se abre, mi cara dibuja una expresión de desagrado al ver el traje verde de Limia.

—Entra ya, maldito tarado.

—Saludos para usted también, sargento —le digo entrando en el vehículo.

Una vez dentro me quito el abrigo de encima. Limia permanece callado, como esperando una explicación… Más bien sin el “como”.

—Las pústulas y los tentáculos me están saliendo bajo los pantalones, si pregunta por eso.

Dentro del vehículo había alguien más aparte de ellos dos. Otra de los soldados, Sandra, estaba en la parte delantera, con su propio rifle haciendo la guardia desde la ventanilla.

Una vez el sargento comprobó que yo no estaba contaminado por radiación, siguió hablando.

—Si te apetece dar un paseíto bajo la lluvia por mi no te cortes, pero no vuelvas.

—No te caigo bien, ¿verdad? —digo levantando la ceja.

—¿Tan evidente es?

—Normalmente hablas escupiendo cuando estoy delante.

El sargento frunce el ceño.

—Has puesto en peligro todo el campamento, pudiste traer saqueadores o radiación a este emplazamiento…

—A lo mejor con la radiación te crecen los hue…

—¡BASTA! —dice el sargento con fuerza. Me divierte ver como se le hincha la vena del cuello—. Este convoy sigue vivo gracias a las normas de seguridad, y acabas de mearte en ellas. Si no fueras el médico habría dado orden de que te dejaran sin cabeza al entrar en el perímetro.

Me mantengo callado un momento, para luego abrir la bolsa, sacar una botella y echársela al oficial, quien la cogió al vuelo. Cuando la desenroscó y le llegó el olor a combustible se quedó sorprendido.

—Tus normas de mierda habrían conseguido que nos quedásemos tirados a cien kilómetros de aquí.

Parpadeó un par de veces y volvió a la seriedad de siempre, en plan “lo primero es lo primero”.

—¿Dónde está la gasolinera?

Ahora le interesa, no te jode —pienso para mí.

—No estaba en nuestros mapas, ¿dónde está?

Saco la guía de carreteras y se la paso.

—Míralo tú mismo. Es tarde, me voy a dormir.

Noto como me sujeta del brazo nada más girarme.

—Sales de la nada como una seta podrida, pasas áreas contaminadas como si fuesen el patio de tu casa, sales de una lluvia ácida con la ropa hecha pedazos y pareces salido de la ducha fría.

No me gusta el rumbo que toma la conversación.

—Suélteme, sargento —digo en voz baja. Con eso solamente consigo que apriete un poco más.

—No se qué coño eres, Santana, pero no te permitiré que me chulees. Este convoy está bajo mi protección y es mi responsabilidad. ¿Ha quedado claro?

Bajo la vista por tal de reprimir mi impulso de pintar el interior del blindado con él. En momentos como este me gustaría no haber hecho ninguna promesa. Entonces mis ojos se fijan en algo debajo de uno de los asientos.

—Ya veo —digo mirándole de reojo. Con el pie piso el sujetador semioculto a la vista y lo arrastro a los pies del sargento—. Menuda protección.

El sargento suelta mi brazo, pero su reacción me confirmó mis sospechas. Ni siquiera miró de manera recriminatoria a la soldado, que estaba mirándonos y a la vez sin saber donde meter la cabeza por la vergüenza. Limia dejó clavada la mirada en el sostén, en silencio.

Quedando claro que no queda nada más que decir, vuelvo a subirme la capucha, me bajo del vehículo blindado y voy hasta la autocaravana. Una vez entro y me quito la ropa quemada quedando torso al descubierto, paso en silencio entre la gente que está dormida en sus literas. Cuando llego al baño enciendo la luz y me miro al espejo.

Mi pelo estaba totalmente blanco, tanto las cejas como el cabello. Era el único rasgo que denotaba parte de mi edad. Mis rasgos en cambio parecen los de un hombre de cuarenta años.

Algunas partes de mi piel estaban rojas e hinchadas, síntomas de la lluvia que me acababa de caer nada más bajar del vehículo. Sin embargo, puedo ver en mi reflejo esas partes de mi piel, cómo de costumbre empiezan a reducirse la hinchazón y las quemaduras hasta quedar una piel igual de rosada que el resto.

Abro el grifo y me echo agua en la cara. No corro riesgo de expandir el ácido porque ya no quedan restos en mí.

—¿Cómo hemos llegado a esto? —repito de nuevo, esta vez en voz alta.

Soy un testigo, tal vez el único testigo de lo que ha pasado en este mundo desde que empezaron los problemas, no sólo hace tres años, sino al principio, al principio de todo.

Se que todo es un ciclo. No es la primera vez que el mundo está al borde del abismo. El hombre volverá a alzarse de nuevo como hizo antes, cometerá los mismos errores y volverá a caer. Forma parte de su naturaleza.

Cierro los ojos. El destino existe, el plan de Dios es un misterio, pero con todo lo que he experimentado durante toda mi vida tengo una cosa clara.

Siempre habrá un plan, pero es elección nuestra seguirlo.

Todo lo acontecido hasta el momento pasará una vez… y otra… y otra… A menos que se haga algo al respecto.

Me desapoyo del lavamanos y voy a donde tengo mis pertenencias. En una de las habitaciones improvisadas del vehículo miro dentro de un armario, sacando libros hasta que encuentro una libreta y un bolígrafo. Dos minutos después empiezo a escribir en un rincón apartado. No necesito ojos para hacerlo. El lenguaje en el que escribo hace eones que no se pronuncia de forma popular, para mí es la lengua más hablada y clara que existe, porque yo estoy en esa lengua.

 

“Lo que vengo a contar aquí es mi verdad.”

 

“No escribo para engañar ni para convencer. Ni es mi objetivo ni tengo razones para pensar que lo conseguiré, está en vuestra naturaleza desconfiar de todo lo que desconocéis o no controláis.”

 

”Tampoco me extrañaría ni os culparía de ello, pero aquí dejo constancia de lo que pasó, y seguramente volverá a pasar.”

 

“No os voy a mostrar un génesis ni un repertorio de chorradas de iglesia, las monjas y curas sólo conocen la mitad de la historia. Aun no estáis preparados para saber el origen, mí origen… Este manifiesto no es verdad edulcorada ni censurada. No soy omnisciente, pero aquí os mostraré todo lo que sé, todo lo que pasó.”

 

“Soy un demonio, y esta es mi historia.”

 

* * *


 

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8 noviembre 2009 7 08 /11 /noviembre /2009 22:59
Bienvenidos a todos a este Blog. No hay mucho que decir de él, salvo que en principio se usará para colgar relatos, en especial el que da nombre a este espacio, INSIDE THE FIRE, una historia basada en Demonio: La caida. Lo que se cuelgue aquí será de mano de personas que puede que sean o no profesionales, pero  tened en cuenta a los que no lo son y no juzguéis con dureza, necesitamos criticas constructivas.

Bueno, espero que este sitio crezca y os enganche con el tiempo. Un saludo y bienvenidos de nuevo a INSIDE THE FIRE.
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