“Si dijese que fui el único en escapar de mi prisión mentiría, y posiblemente soy de los más amables entre los condenados, otros han hecho atrocidades inenarrables en el mundo, aunque las veáis con otros ojos.”
"Lo peor que puede pasar por encima de un monstruo evadido no son sus intenciones, sino lo que pueden traer con ellos.”
Sierra de ancares, tres de febrero 2001
Tenía que reajustar el reloj.
El sol empezaba a ponerse, cosa que daba a Edwin Ahrends cierto coraje, pero el trabajo era el trabajo. Llevaba dos horas y media seguidas al volante de su camión frigorífico, y ese era el segundo día de su recorrido, pero se sentía más cansado por el cambio de hora que por otra cosa. Tenía que estar en Galicia para entregar la mercancía en las próximas doce horas.
Edwin era un hombre entrado en años, pero grande y todavía más corpulento. Los camioneros suelen tener sobrepeso debido a su pasividad en el vehículo y a la mala alimentación de la carretera, por no hablar de las salchichas alemanas. Era de cejas gruesas, su pelo de castaño claro y canoso, tirando a rubio. Su barbilla era pronunciada y con un hoyuelo visible.
Era un autónomo, y su camión era algo viejo, pero lo cuidaba bien, tenía fuerza de sobra para tirar sin problemas del remolque frigorífico. Desde que lo compró lo cuidó y mantuvo con sumo cuidado. Todavía le faltaba unos años antes de jubilarlo.
La carretera rodeaba la montaña por la mitad de la montaña, húmeda por la nieve que cayó hacía un par de días, pero la despejaron y salaron hacía poco, evitando así que estuviese cortada. Era un paisaje precioso, y lo apreciaría de no ser por el cansancio que arrastraba. Procuraba centrarse solo en el asfalto, ayudándose con la música para no dormirse al volante.
Era música de los noventa en cintas, la radio no le servía de mucho al pasar las fronteras.
Venga, unos pocos kilómetros más y podrás dormir, échale huevos.
Desde luego, preferiría estar haciendo envíos nacionales, solo centrados en su patria alemana, pero para una herramienta mejor como era el nuevo Volvo tenía que conseguir más capital.
El área de descanso más cercana quedaba a veinte minutos de su posición, pero le parecían eternos. Sin embargo, comenzaron a aparecer las señales, iba por buen camino. En cuanto llegase, lo primero que haría era llamar a su mujer.
Empezó a hacer algo de bruma, y junto con la caída de la noche no significaba nada bueno, le obligaba a ir más despacio. Puso las antiniebla y conectó el radiotransmisor, tenía que informar de ello a un compañero que se suponía, también estaba en España.
—Albrich ¿estás ahí? —dijo comunicador en mano, en un alemán casi perfecto—, Albrich, contes…
POM.
Algo golpeó el parachoques del camión, y Edwin lo vio pasar por delante un segundo antes, pero no le dio tiempo a frenar.
—Joder.
Detuvo el camión en el arcén con cuidado, sacó las llaves del contacto y cogió una linterna pesada, que parecía casi propia de un buzo. También se cercioró de coger un revolver que guardaba en la guantera, aunque suponía que no lo iba a necesitar.
No tuvo que alejarse más de diez pasos para saber lo que había atropellado. El cadáver de un animal peludo, igual de grande que un perro mediano y de pelaje gris. Cuanto menos se hablase de su estado mejor. No tenía ni idea de que hubiesen lobos por aquellas montañas, y la verdad, no le gustaba nada. Lo poco que sabia de los lobos es que vivían en manadas.
Como si fuese una respuesta inmediata a sus temores, empezó a oír aullidos en su alrededor. Muy mala señal, pero no se quedaría quieto como un idiota mientras le rodeaban.
Sacando el revolver del pantalón, desandó el camino sin dejar de mirar lo poco que la linterna y la niebla le dejaban ver, pero oyó algo corriendo sobre el asfalto junto a la cabeza del camión.
Click, click, click, click…
—Mierda… mierda…
¿Por qué coño estaba allí? Ni siquiera tenía que haber bajado de la cabina. Tengo algo de miedo, pero al menos eso le mantenía alerta. No debía seguir sombras, solo meterse dentro del camión y largarse.
Caminó despacio, alumbrando el camino y de vez en cuando a su alrededor. Al poco tenía delante la puerta del conductor, pero escuchó un gruñido a su espalda. Se giró despacio, sabía que una reacción rápida era lo peor que podía hacer. Aunque no dudó en cargar el percutor del revolver al mismo tiempo que se daba la vuelta.
Un lobo, idéntico al que atropelló, estaba agazapado como si fuese a saltar a la mínima señal, hizo bien en girarse despacio. Erizaba le pelo del lomo y retraía las encías mostrando unos dientes largos y amarillentos, unos excelentes procesadores de carne.
Gruñía y daba ladridos secos, pero Edwin, sin dejar de apuntarle, palpó despacio la puerta hasta encontrar la manilla y la abrió despacio. Al oír el clic de la puerta se agazapó un poco más, mostrándose más amenazador.
—Lo siento boby —el cañón del arma le temblaba ligeramente, era un poco difícil subir adentro de espaldas pero pudo hacerlo—. Otro día.
Cerró la puerta de golpe y encendió el motor. Dando a la bocina un par de veces espantó a los otros lobos que no veía, y fue consciente de que de haber tardado un poco más, le habrían atacado por los lados mientras el primero le clavaba la mirada.
—Eso me ha quitado un año de vida —se dijo, poniéndose el cinturón.
Inició la marcha de nuevo. Le costaba hasta pestañear, notaba un poco de ansiedad, necesitaba hablar con alguien.
—Albrich, cabrón de mierda, ¿estás ahí?
Como antes no recibía respuesta, pero ya estaba hasta las narices. Dejó colgando el comunicador y cogió el teléfono, para hablar con su mujer, y no para preocuparla sino para pensar en otra cosa.
La vía trazó un cambio de rasante, y la niebla se disipó de una forma que casi le asustaron, porque ahora por el retrovisor podía ver a los lobos, quietos en la carretera, con la vista en el camión.
El móvil empezó a sonar, y lo dejó sobre el salpicadero en manos libres. Y de pronto sintió como si dejara de latirle la sangre. Pudo verlo, lentamente como si fuera el último momento de su vida, y al mismo tiempo no le dio tiempo a reaccionar.
Un árbol enorme estaba cayendo por la ladera de la montaña, en el momento justo en que el camión estaba pasando, destrozando parte de la cabeza del camión. El golpe hizo que se sacudiera como un monigote, y su cara se estrelló contra el airbag.
Perdió el control al pasar sobre el árbol, porque aunque tratara de volver a la carretera, el volante no respondía, había jodido la dirección.
Atravesó la barrera y se precipitó ladera abajo, arroyando los árboles y partiéndolos a su paso. Uno de ellos reventó la sujeción del remolque. Desde la perspectiva de la cabina todo daba vueltas y se golpeaba contra todo violentamente y más rápido que el ojo humano, haciendo volar trozos de cristal por todas partes.
Después de unos segundos interminables, la cabina dejó de moverse, y quedó tumbada de lado.
Con movimientos espasmódicos, a los pocos minutos consiguió salir de ella por el parabrisas ya inexistente. Tenía una brecha en la cabeza, el dolor chirriante de su antebrazo anunciaba los huesos hechos gravilla y un cristal clavado en el muslo. También notaba punzadas en el costado, por lo que tendría una o más costillas rotas.
Pero sobre todo notó el pitido en el oído, doloroso y desagradable.
Se apoyó ante el primer árbol que encontró y se sentó, usándolo de espaldar. Podía ver los restos del camión, quedó reducido a poco más que un amasijo de hierros. El remolque estaba a treinta metros de él.
Y allí estaba, tirado en medio de una montaña. Hacía frío, mucho frío.
—… Dios…
—No exactamente.
Esa voz fue en su cabeza y en su lengua natal, pero lo notó como respuesta de alguien que estaba cerca, pero que no podía ver.
—¿Quién hay ahí?
—Eso no importa ahora. Debes salir de aquí. Ya vienen.
Fuese quien fuese, Edwin estaba seguro de que fue él quien cortó los frenos de su camión. No creía en casualidades.
—¡Da la cara! —gritó, mirando a todas partes, pero la respuesta no fueron más voces en su cabeza, sino aullidos.
La cara se le puso blanca, y de inmediato se puso en pie de nuevo. Cojeando, volvió a la cabina, para coger el arma y el teléfono.
—No tienes tiempo…
—Cállate —le ordenó casi sin aliento, cogió el revolver, y aunque el teléfono tenía la pantalla rota se lo guardó en el bolsillo y empezó a correr, cojeando y sintiendo una punzada con cada paso. No sabía donde iba, ni donde estaba ni si correr iba a servir de algo, pero no se detuvo por nada.
Su teléfono empezó a sonar, y sin detenerse lo cogió y aceptó la llamada.
—¿Quieres vivir?
Lanzó el móvil, que se perdió entre los arbustos. Sin embargo seguía oyendo esa voz enloquecedora en la cabeza, y los aullidos de fondo. ¿De verdad le estaba pasando eso? Se preguntaba.
Tropezó con una raíz que sobresalía y cayó sobre su brazo herido. El dolor era tan atroz que le obligó a gritar hasta quedarse sin aliento, pero se levantó como pudo y continuó caminando. Podía escuchar el trotar de esas bestias de fondo. Aquello era pánico en estado puro, no sabía lo que hacía.
La sangre le empapaba el rostro, y empezaba a sentirse mareado. Fue cuando vio de refilón como un lobo se le acercaba cada vez más, hasta que notó un fuerte impacto contra su espalda que le tiró de boca. Mientras sentía como mordía, se revolvió y se lo quitó de encima, y cuando el animal intentó morder de nuevo recibió un tiro en la cabeza. Con un chillido se desplomó.
—¿Quieres vivir?
No podía más, sangraba casi por todas partes, y le faltaba poco para dormirse a manos del frío. Pensaba que eran delirios, voces por culpa del fuerte golpe en el cráneo.
Los otros lobos llegaron y empezaron a rodearle, formando un anillo. Dos, tres, cinco, seis… supo que estaba muerto, era incapaz ante tantos juntos.
Daban pasos lentos, mostrando los dientes y gruñendo.
Dios… que acaben pronto… Dios… —pensaba. Y entonces tuvo la respuesta. El revolver de su mano. Solo podía salvarse con eso.
Titubeando, se llevó el cañón a la sien, en su cabeza resonaba esa pregunta una y otra vez, como si la escuchara de veinte personas a su alrededor. Empezó a apretar el gatillo.
Cerró los ojos.
— Aún puedo salvarte.
Volvió a abrirlos. Los lobos no avanzaban. Estaban allí, quietos, mirándole y sin pestañear.
—¿Qué truco es este?
—No hay truco. Yo les mantengo a raya, pero no durará mucho. Si vacilas morirás, si huyes te matarán. Solo te queda una opción.
Era delirante, una locura, ¡le estaba hablando a una voz!… pero en medio de la desesperación, haría cualquier cosa.
—¿Qué… eres?
—No tienes tiempo.
La vista se le nublaba.
—Tienes una alternativa a la muerte, júrame lealtad y vivirás.
Los lobos empezaban a acercarse de nuevo con pasos lentos. Apretó un poco más el gatillo. Un milímetro más y acabaría todo, pero no podía, no quería morir, no así.
—Solo di que sí.
No dudó, la desesperación el deseo de vivir eran más fuertes que su dedo en el gatillo, y se sacó el revolver de la boca.
—Sí… —dijo con el aliento apagado.
Una oleada de fuerza invisible chocó contra él y le lanzó por los aires, haciéndole chocar a dos metros del suelo contra el tronco de un árbol. Gritó de forma desgarradora, al notar algo que entraba en él y le destrozaba por dentro.
Dejó de gritar de golpe y la gravedad volvió a hacerse con él, quedando sentado y con las piernas abiertas. Estuvo quieto, sin moverse, sin respirar, sin latidos. Estuvo clínicamente muerto durante un minuto.
La herida de la frente se cerró por si sola sin dejar marcas, el antebrazo y las costillas se soldaron entre crujidos, y el cristal de su pierna salió de su cuerpo como si lo hubiese escupido, cerrándose la herida con la misma rapidez.
Entonces abrió los ojos y se levantó sin dificultad. Los lobos le miraban pero no con hambre, sino con sumisión y miedo. Algunos salieron corriendo entre chillidos, pero otros pocos se quedaron.
Miró sus manos, gruesas y carnosas, e hizo una ligera mueca. No le gustaba aquella envoltura, pero el tiempo la cambiaría.
—Estoy listo —dijo, sin mirar a ningún lugar en concreto.
—SABES LO QUE TIENES QUE HACER —recibió como respuesta en su mente.
—Sí, mi señora.
Edwin quedó cerrado bajo llave, preso en algún rincón oscuro de su interior, y ahora otro ocupaba su lugar. Empezó a caminar, en una dirección en concreto sin desviarse. Uno de los lobos, el más grande, fue con él, y su nuevo dueño sonrió a la noche, alejándose de su vieja celda. Ahora el mundo era lo único que lo contenía.
* * *
Madrid, 28 de mayo 2001
Nada peor que la duermevela. Despertarse a las tres de la mañana para ir al baño, volver a la cama y quedarse mirando el techo, iluminado por la tenue luz de la calle.
Debora dormitaba del mismo modo esa noche, y era ya la tercera vez. El calor del verano estaba empezando a hacerse patente antes de tiempo y volvía el aire bochornoso incluso de madrugada. Lo peor era el calor de las sabanas y luego el frío sin ellas por el sudor.
Aun así el sueño empezó a poder con ella, y poco a poco sus parpados se fueron cerrando.
Pero algo cambió. Apenas era consciente por la somnolencia, pero poco a poco empezó a sentir el peso de un cuerpo sobre el suyo. Poco después, un par de manos grandes empezaron a pasar sobre su piel, y ella recibía las caricias con una bienvenida.
Logró abrir los ojos, y miró a su visitante nocturno. No podía ver su rostro, una larga mata de pelo lo cubría, pero podía notar la rigidez y el contorno de su cuerpo desnudo. Sonrió complacida cuando notó que empezaba a tocarla de forma más provocadora. Para ella lo mejor de aquel momento no eran las palabras, no eran necesarias. Era el acto en sí, había algo en aquel hombre que despertaba su deseo.
De hecho se sintió feliz cuando de un tirón arrancó su camiseta y le separó las piernas sin miramientos. Ella se entregó por completo sin pegas de ningún tipo, de hecho parecía algo que ansiaba desde hacía tiempo. Se estremeció en el momento en que le sintió dentro, arrancándole un jadeo.
Conforme el tiempo pasaba y el calor aumentaba, así lo hacían la brusquedad y el ansia, y aquello la hacía arder todavía más. Ya no era capaz de reprimir sus jadeos ante las oleadas que recorrían su interior. No se lo podía llamar pasión, aquello se convirtió en un frenesí salvaje en el que solo tenía cabida el placer.
Creyó que iba a volverse loca, clavaba las uñas en su espalda, podía notar la sangre correr, pero él en vez de quejarse se movía cada vez más deprisa, hasta que ella incapaz de aguantar estalló en un alarido por el éxtasis que sintió, invadiéndola, llenándola por completo. Le dio la sensación de que en su vida iba a experimentar de nuevo algo así.
Rendida y satisfecha se dejó caer en la cama. Aún sentía la piel erizada por la experiencia, y le faltaba aire para respirar. Entonces escuchó la risa de aquel desconocido, que llegó a llamar su atención… hizo que un escalofrío recorriese su espalda. Nunca escuchó una voz tan… siniestra.
La agarró del cuello con fuerza y tiró hacia sí, colocando su rostro frente al de él. Y gracias a ello Debora pudo ver el suyo. No podía explicarse lo que vio a simple vista, salvo un cráneo humano, sin piel ni carne, y unos pequeños orbes de luz roja orientados a ella.
—¿Mereció la pena?
Cuando de golpe la soltó y su cabeza aterrizó en la almohada se dio cuenta de que lo que la sacó del sueño fue el despertador, sonando estridentemente. Lo apagó. Hiperventilaba un poco, pero cuando pudo tranquilizarse se dio cuenta de que estaba completamente sudada, la camiseta estaba pegada a su piel, y notaba mucha humedad entre sus piernas.
Joder… podrías soñar con nubes rosas por una vez.
Directamente fue al baño, desnudándose por el camino. Necesitaba con urgencia una ducha fría.
No era la primera vez que tenía ese sueño, ya le había pasado unas cuantas veces, pero cuando ocurría siempre era como si pasase por primera vez. Cuando pasó la primera, el psicólogo le soltó un montón de tonterías sobre continencia, desarrollo sexual y cosas por el estilo. Chorradas, no tenía ningún problema en ese aspecto… Pero seguía sin entender por qué le pasaba.
Tardó unos cinco minutos en abstraerse del tema, el mismo tiempo que duró la ducha. Una vez fuera, relajada y tranquila, empezó a mentalizarse para lo que tenía que hacer esa jornada.
Desde aquel día, dos años atrás, su vida dio un giro en una dirección que ella ni se esperaba. Sus padres al verla no le dijeron nada, primero se aseguraron de que estaba bien. De hecho estuvieron casi una semana sin hablar con ella, y fue entonces cuando la sacaron de los estudios y la obligaron a trabajar, hasta pagar las reparaciones del coche.
La obligaron a enseñarse a si misma el ser responsable.
No solo con eso, la obligaron a hacerse independiente, haciendo que se mudase al piso de sus abuelos muertos, para que con un sueldo que no llegaba a mil euros supiese administrarse, aprendiendo así la cruda realidad de la vida. Y no podía quejarse, según ellos no tenía ni derecho a hacerlo. Resignándose, aceptó las consecuencias e hizo caso.
Comenzar a ser responsable de si misma no fue fácil, nunca es fácil para nadie, y fue una sorpresa, sobre todo para ella misma, que se adaptara tan deprisa a la rutina y al sustento propio.
Aseada y recién desayunada se miró al espejo del recibidor antes de irse. Estaba obligada a vestir de forma normal… camiseta amarilla y vaqueros. No solo para estar de cara al público, trabajar en una floristería era algo bastante sucio y podía romper o ensuciar su ropa. Se dio cuenta al segundo día por desgracia.
Aparcó la pequeña moto detrás de la tienda treinta minutos después. El tráfico fue insoportable como todos los días en el centro, pero esa vez llegó antes de la hora. Cuando dejó el casco en el maletero bajo el asiento, empezó a sentirse algo cohibida. Posiblemente el setenta por ciento de las mujeres tendrían un compañero de trabajo insoportable que no hacía nada más que oler el perfume demasiado cerca o mirar donde no debía. El suyo era Daniel Marcos.
Pero curiosamente, aquel día no le abrió la puerta invitándola a pasar o le saludó de forma empalagosa. Al entrar y fichar se dio cuenta de que no había ido a trabajar. El jefe respondió que se pidió la baja por enfermedad entre comillas, cosa que ella agradeció profundamente con un suspiro de alivio…
La jornada detrás del mostrador y reponiendo existencias de flores tanto reales como imitaciones de plástico pasaba ya casi de forma automática. No pasaba cuando tenía que atender a los clientes, pero el resto del tiempo pasaba con rapidez. Antes de darse cuenta terminó su turno de la mañana, y salió de la tienda con intención de ir al restaurante chino de la esquina. Se dejaba caer por ahí una vez a la semana, le encantaba el pollo al limón de aquel lugar.
Salió por la puerta de servicio de nuevo, para comprobar que la moto seguía bien. Entonces se fue directamente al restaurante por el callejón... cada vez que pasaba por ahí recordaba a un hombre que murió hacía un año. Un atracador la sorprendió allí con intención de desvalijarla, algo desesperado pues por desgracia no tenía nada de valor.
Recordó como la arrinconó contra la pared y desplegó cerca de su garganta una navaja automática. No se atrevió a gritar, y nunca se considero una heroína al tener algo tan afilado como un vidrio roto junto a su piel. Lo primero que hizo aquel ratero era coger su bolso. Pudo ver una oportunidad para correr pero el miedo no le dejó aprovecharla.
Cuando intentó decir que no la matase, el tipo le agarró de la camiseta y volvió a poner la cuchilla por debajo de la barbilla, estaba muy nervioso.
Pero algo le puso todavía más nervioso, se giró al callejón amenazante cuchillo en mano, preguntando quién había ahí. Empezaba a dar vueltas sobre si mismo como si algo le estuviese rodeando, y lanzaba cuchilladas al aire.
Debora no sabía que hacer, algo tuvo que meterse, porque no era normal en una persona sana comportarse de ese modo. Ya ni siquiera le prestaba atención a ella, estaba retrocediendo en dirección opuesta haciendo silbar la navaja mientras amenazaba diciendo a algo ilusorio que no lo tocara, que no se acercara. Se cayó de espaldas en un charco del suelo, y el cuchillo se perdió en alguna parte. Con un grito de pánico empezó a correr en dirección a la calle, perdiéndose de su vista.
Se quedó allí, quieta y sin saber que pensar. Todavía notaba que le temblaba el pulso, pero la confusión era mayor que el miedo. Cogió el bolso, que estaba a cinco metros de ella.
Lo último que recordó de ese hombre fue su voz gritona y desesperada, “Ayúdenme, apártenlo de mí”, y esa misma voz cortándose con el pitido de una bocina y el sonido de un impacto tremendo.
Saliendo del mundo de los recuerdos continuó su camino al restaurante. Desde entonces fue consciente de lo extrañas que podrían ser algunas reacciones a situaciones así. Cuando ocurrió aquello no salió del callejón para confirmar algo de lo que estaba segura. En vez de eso volvió a la tienda y sin decir nada siguió trabajando. Aquel día no comió. No comió durante casi tres días.
La comida y el turno de tarde se le pasaron volando. Ni se sentía cansada cuando volvió a casa. Cruzó el umbral de la puerta con un ramo de rosas en su brazo. No se sintió ella misma hasta que se cambió, quitándose la ropa sucia y vistiendo de nuevo sus añorados conjuntos oscuros.
La suerte de Debora cambió de forma extraña desde que empezó a vivir sola, y aquello lo notaban las personas más inmediatas, más que ella misma, o tal vez le daba igual. Algunos conocidos empezaron a llamarla gafe o bruja, ya que a la gente que la hería o molestaba le pasaban cosas, cosas desagradables. Cuando unos pocos crédulos le preguntaban, respondía lo mismo encogiéndose de hombros, karma.
Cuando quiso darse cuenta, ya eran las ocho y media de la tarde, el sol se estaba poniendo, y eso la alegraba.
Hora de la visita.
* * *
Marta, la enfermera encargada esa noche, acababa de cambiar la almohada y las sábanas al paciente. Se acostumbró pronto a no verle de otra forma que fuese durmiendo. A su juicio no llegaría a los veinticuatro años, estaba tan delgado como los demás por la falta de movimiento, pero su aspecto conseguía que levantase una ceja. Según su historial, tenía veintiocho, y no tenía arrugas o cicatrices. La única secuela evidente era su falta de consciencia.
Retiró unas flores resecas junto a su cama. También formaba parte de su rutina en alguna ocasión, siempre había flores nuevas cada semana.
Y recibía la misma visita casi todas las noches. Había visto casos crueles en los que solo ocurría una vez al mes o una sola hasta que despertaba o moría. Por lo general alguien en coma dejaba de recibir visitas frecuentes al año, y las casuales a los cuatro como mucho. Pero ella seguía viniendo.
Debora apareció por el marco de la puerta con la misma puntualidad que casi siempre, tocando la madera con los nudillos. En una mano llevaba otro ramo de rosas más, y en la zurda el maletín que Marta veía con ella siempre.
—¿Se puede?
—Pasa Deb, ya estaba terminando —respondió, metiendo en el carrito las sabanas sucias. Eran conocidas y podría decirse que amigas desde que empezó a visitarlo.
—¿Interrumpo un baño con esponja?
—Muy graciosa —se hizo la ofendida, aunque formaba parte del humor de ambas—. ¿Y tú, vas a dar otro concierto?
Debora se encogió de hombros.
—¿Cómo está?
—Con necesidad de un afeitado y un corte de pelo. Por lo demás bien.
Sonrió, tampoco tenía muchas otras opciones. Dejó el ramo de rosas en la mesita de noche y se sentó junto a la cama.
—Javier tiene suerte de que se preocupen y cuiden de él —dijo Marta, saliendo de la habitación con el carrito, y guiñando el ojo mientras cerraba la puerta—. Buenas noches.
—Buenas noches Marta.
Quedándose a solas con él, le miró como otras muchas veces. Le dolía verle siempre respirando y alimentándose a través de tubos, pero aprendió a ignorar eso en poco tiempo, pensando que debía haber algo bueno en aquel estado. Parecía muy tranquilo, puede que lo bueno fuese no tener que preocuparse de lo que le rodeaba.
Casi todas las noches que tenía la ocasión le hacía compañía, contándole sus alegrías y sus miserias. Le dijeron que aunque no lo pareciese, el cerebro sigue trabajando, y puede ser perceptivo en algún momento. De forma un tanto extraña, Javier se convirtió en su mejor amigo en cierto modo. Siempre estaría ahí escuchando lo que tenía que decir, a su lado, sin rechazo o desagrado.
Con su mano apartó un par de pelos que caían sobre la frente de Javier. Parecía una persona atemporal, como si no envejeciera casi nada.
—Tengo un regalo para ti, espero que te guste.
Abrió la maleta y sacó un pequeño violín. De vez en cuando, una o dos veces por semana, lo traía y tocaba algo para él. Después de inspirar como solía hacer antes de tocar, empezó a hacer vibrar en las cuerdas una adaptación de Nothing else Matters, una adaptación de David Garret.
* * *
Madrid, 30 de mayo 2001
—No entiendo como has podido, Lucía.
Duke se sentía impotente al verse incapaz de impedir algo así. Lucía estaba delante de él, con rostro abatido pero decidido.
—Nunca dejará de ser un vegetal —comenzó a decir ella—… y yo no puedo aguantar más.
Cuando Lucía le dijo lo que pensaba hacer, Vargas le dijo que era un disparate, y creyó que la había convencido de ello, pero había actuado por su cuenta y ya era tarde. En España el suicidio asistido no estaba permitido, pero ella tenía sabía una forma de burlar esa ley, y era dejar de pagar al seguro.
Sin dinero, al poco tiempo se verían obligados a desenchufar las máquinas, y ella había dejado de pagar hacía meses.
—…¿Pero tú te das cuenta de lo que has hecho? ¿Qué pasa? ¿Quieres que muera?
—¡Ya está muerto Duke! —estalló ella de golpe, con voz temblorosa—… Cada vez que le veo se convierte más en un cadáver viviente. Javier no querría vivir así. ¡Ni tú, ni yo, ni nadie!
—Esa no es la solución.
—Dime otra. Dime una que no sea dejarlo pudrirse en una cama el resto de sus días. ¿Te imaginas como me siento cuando mi hijo me pregunta si su padre va a volver a casa?
Era el sufrimiento y no ella la que hablaba, y eso exasperaba al doctor. Ya no se podía hacer nada, ella se encargó de que así fuese.
—… Cuando quise hacerme médico no era para ser forense, y tú me estás obligando a matarlo, matar a mi mejor amigo Lucía.
Ella no respondió, pero tampoco dio a entender que cedía. Vargas maldijo todo lo que pudo pasársele por la cabeza, porque aunque fuese algo inhumano, eran las normas, y tenía la obligación de ser testigo, como médico y amigo. Después de eso, estaba seguro de que no volvería a dormir tranquilo jamás.
Al salir del despacho vieron que allí no esperaba nadie. Ambos se miraron y empezaron a correr hacia la habitación. De camino chocaron con un par de personas, y faltó poco para que el médico se cayera por las escaleras. Cuando llegaron al pasillo vieron a los tres entrando en el cuarto, y al llegar ellos al mismo les faltaba el aire. El abogado estaba enseñando la orden al médico de guardia. Fue Vargas fue quien habló.
—¿Qué está pasando aquí?
El abogado se adelantó a Duke, dejando la orden en manos del médico.
—Caballero, ¿podemos hablar fuera un momento? —preguntó poniendo la mano en su hombro. Este se la quitó con tanta rapidez como enfado.
—Vayanse a tomar viento usted y sus formalismos, picapleitos. ¿Qué demonios cree que hace tomando decisiones por su cuenta?
—Mi trabajo —respondió de inmediato, con tono igual de amable—, y usted esta interfiriendo. Intentamos hacer esto lo más rápido posible, pero usted no ayuda. Es mejor que salga de esta habitación.
—Soy su médico.
—El de guardia también, pero no está implicado emocionalmente. Por su bien, lárguese. No pinta nada aquí.
Vargas miró a Lucía como pidiéndole que dijese algo, y se mantuvo callada. Dándose por vencido se dio la vuelta y se marchó de allí, pero no sin antes echar una última mirada a su excompañero en coma. En una cosa estaba de acuerdo con el abogado, si tenía que hacerse, debía ser rápido.
Lucía se quedó mirando como los tres procedían a hacer su trabajo con una frialdad mecánica. El notario anotó la fecha y hora del momento exacto en que se desconectaron y desenchufaron los aparatos uno a uno por el forense, y el abogado se quedó allí sin mostrar ninguna emoción. Ella repetía una y otra vez en su cabeza que eso lo hacía por él, tratando de acallar su conciencia.
Cuando extrajeron el tuvo de la garganta, lo único que quedaba encendido era el monitor del pulso, que empezó a acelerarse. El corazón bombeaba con más fuerza intentando transportar cantidades mayores de un oxigeno que no entraba en sus pulmones.
Al poco rato, el músculo dejó de moverse, mostrándose en el monitor una línea plana. Las lágrimas de Lucía resbalaban por sus mejillas. No era capaz de mirar.
Nadie se fijó en la reacción de la mano derecha.
El médico de guardia dio al botón de apagado del monitor, pero por algún motivo no se apagaba. Al poco, el forense miró y vio lo que pasaba. Con un gesto apartó a un lado al médico y pulsó al botón.
No pudo separarlo, todos los músculos de su cuerpo se tensaron al mismo tiempo cuando una enorme corriente eléctrica lo atravesó. El monitor pasó de ser una línea continua a volverse un caos de color verde, y el pulso sonó cada vez más fuerte hasta que el cristal explotó, pero la corriente no se detuvo. Las luces del techo también estaban parpadeando, y los cables de la máquina pegados al pecho de Javier empezaron a arder.
—¡Todos fuera, ya! —gritó el médico de guardia, corriendo hacia el enchufe, y tirando de él. Justo en el instante que los polos salieron de la corriente, también lo hizo el forense, que cayó de espaldas como un tronco recién cortado. Las quemaduras internas y la sobrecarga nerviosa le mataron antes de que lo hicieran los cristales clavados en su cuello y otras partes del cuerpo. Después de quitar como pudo los cables ardiendo, el médico miró el pulso al forense, pero no lo encontró.
El celador apareció por la puerta, y no supo que cara poner ante lo que encontró en la habitación.
—… Llama a seguridad, diles que tenemos un muerto.
Con la misma rapidez que llegó, asintió y se fue. El abogado y el notario salieron también de la habitación, el forense emitía un olor nauseabundo a quemado.
—Doctor —llamó Lucía, y cuando se giró hacia ella, vio que señalaba a Javier. Su mano derecha se movía, levemente, moviendo los dedos sobre la tela.
El medico se acercó con rapidez para comprobar el pulso del hombre inmóvil, era normal, igual que la respiración.
—Llame a Vargas, de inmediato.
* * *
—… Simplemente no me lo puedo creer.
Duke tardó cinco minutos en desandar lo andado, llegó como una exhalación, vio en la puerta al notario y el abogado hablando con la seguridad, y al entrar vio a otros pocos de seguridad junto al médico y a Lucía. Cuando le vio el pulso y la actividad en la mano no sabía que decir, no había precedentes que él supiese.
—¿Desde cuándo hace lo de la mano?
—Desde que le avisé, tal vez antes…
Vargas parpadeó un par de veces. Observó la mano con detenimiento, como se movía, de izquierda a derecha levemente, los dedos de forma aleatoria…
Entonces se apartó de Javier. Con rapidez, casi corriendo, fue hasta donde estaba el notario, le quitó la carpeta y el bolígrafo sin darle tiempo a quejarse, y volvió. Puso la carpeta bajo la mano y en ella el boli.
Incapaz de entender por qué había dado en el clavo, se quedó mirando como la mano escribía con lentitud, de forma temblorosa y algo torcida.
1/3
Una y otra vez, un tercio. No entendía lo que quería decir.
Un tercio… uno partido tres… uno… ¿uno de tres?
¿Tres qué?
—¿Me la devuelve? —oyó a su espalda. Por el tono de su voz y su actitud, tenía lo mismo de comprensivo y sensible que el maldito abogado.
Cogió la carpeta y se la dio.
—Lárguese de mi hospital —le respondió, por tal de no decir “púdrase”. El notario captó la idea y se fue de allí sin decir palabra.
Uno de los guardas de seguridad colgó el teléfono que tenía pegado a la oreja, y se dirigió a Vargas.
—La policía llegará en diez minutos.
—Gracias... ¿les importa dejarnos solos? Tranquilo, no tocaremos nada.
El guarda se quedó pensativo, entre los empleados del hospital había cierta confianza, y conocía la historia que relacionaba a Duke y a la mujer con el paciente, pero tampoco podía arriesgarse a montar un circo por un error.
—Me gustaría pero... son las normas. Tendrán que esperar fuera hasta que esto termine. Procuraré que acabe deprisa.
Al menos el guarda tenía moralidad, y eso lo agradeció.
—Está bien... Lucía, ven conmigo.
* * *
Tardaron un par de horas en volver a entrar. La policía entró en el cuarto y empezaron a hacer fotos, examinaron el cadáver, hicieron unas pocas preguntas a los que estuvieron presentes y les dieron cita para que prestaran declaración. Cuando todo el procedimiento terminó, se llevaron el cuerpo y la máquina.
Al médico de guardia se lo llevaron con ellos. Vargas no necesitó hacer preguntas, los polis consideran todas las opciones, y según lo que les contaron era un posible sospechoso de homicidio.
Gracias al picapleitos.
No solo eso, Vargas escuchó al abogado hablar por teléfono diciendo que tenía intención de demandar al hospital por posesión de equipos defectuosos y potencialmente mortales. Descartó la idea cuando Duke se acercó y le dijo sin tono amenazante que, si tan interesado estaba por el dinero, podría añadir un cargo de agresión, y pagaría gustosamente.
Lucía y él pudieron respirar tranquilos cuando trasladaron a Javier a otra habitación y se quedaron a solas. Ella no se separaba de su marido, su atención se dividía entre su rostro y la mano moviéndose, escribiendo fracciones invisibles con los dedos sobre la tela de la cama. Vargas no la recriminó por esa pasividad a la hora de pagar, o por lo que pudo pasar al desenchufarlo, porque vio algo en su mirada que no veía desde hacía meses, un brillo de esperanza.
Vargas había visto de todo en su carrera médica, incluso acontecimientos que rallaban lo milagroso, pero nunca algo así.
En los milagros normalmente no muere gente —se le pasó por la cabeza.
—Duke… —escuchó, parpadeó un poco y la miró sin preguntar nada.
Ella tardó en responder, su cara era el vivo icono de la vergüenza.
—… Prométeme que nunca lo sabrá.
Dios…
* * *