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5 marzo 2010 5 05 /03 /marzo /2010 16:52

Javier agarró el pasamanos de la cinta transportadora, con la frente perlada de sudor, estaba agotado de tanto caminar. Sin embargo el doctor Marcos parecía satisfecho con sus progresos, pero eso le daba igual, aquellos ejercicios los hacía para si mismo.

—Creo que es bastante por ahora —dijo el médico, parando la máquina—. A la próxima estaremos un rato más.

—Puedo continuar —le respondió, pero su cuerpo daba signos evidentes de que no. El sudor corría por su cara.

—No, de momento es suficiente, o mañana no podrás levantarte de la cama.

Al final tuvo que conformarse con aquello, el doctor tenía razón, si seguía seguramente caería rendido con la cinta en marcha.

Al poco rato había vuelto a su cuarto y se había dado una ducha. Se tendió en la cama casi como si se hubiese dejado caer en ella como un tronco seco. Se decía a si mismo que por el momento era suficiente, tantos ejercicios, psicólogos terapeutas ocupacionales…

De pronto tocaron a la puerta, y se sorprendió un poco cuando al dar paso, la figura de Lucia atravesó el umbral. Javier sonrió, solo para que ella lo hiciese también, todavía recordaba el malestar de la última vez.

—… Hola Lucia.

—Hola Javier —dijo ella, mostrando alegría y acercándose a la cama. En su mano derecha llevaba una bolsa.

Javier parpadeó un par de veces, tenía que tratar de ser sociable.

—… No sabía que el banco cerrara tan temprano.

Ella se sonrojó un poco.

—Ah si, veras es… es que pedí el día libre —empezó a tartamudear un poco. Parecía que aquella situación la ponía un poco nerviosa—. Menos mal que soy la jefa del banco.

Él rió levemente, y ella siguió hablando, pero muy deprisa.

—Verás, Duke me dijo que habéis hablado, que tienes cierta dificultad para recordar ciertas cosas pero que poco a poco te recuperas, y pensé que tal vez…

—Espera, para, para… no me entero de nada, más despacio —respondió él. En realidad entendió todo lo que dijo pero quería que se tranquilizase un poco.

Ella inspiró y expiró pausadamente.

—Bien, que he venido para ver como estabas y pasar un rato contigo por si puedo ayudarte a recordar un poco.

Javier comprendía que quería ayudarle. Vargas le contó lo que pasó durante la separación, que tenía su vida con otro hombre, e incluso había tenido otro hijo con él. No sabía mucho sobre los lazos que unían a dos personas en aquellos tiempos, pero entendió que si alguien quería rehacer su vida, estaba en su derecho. Incluso él estaba tratando de hacer lo mismo.

—Recuerdo algunas cosas… pero… no es fácil, casi todo es nuevo para mí… —mintió, aunque no del todo. Solo lo dijo de forma superficial. Interpretar un papel… deberían darle un oscar si no fuese algo muy rebuscado.

Ella trataba de comprender hasta donde alcanzaba, imaginándose por lo que debía estar pasando.

—… ¿Cómo está Luis?

Aquella pregunta la sobresaltó, y al mismo tiempo la alivió un poco. Pero luego le faltaban las palabras. ¿Cómo explicarle a un padre que su hijo ya no quería saber nada sobre él?

—… Luis está… bien, aunque la verdad, no se cómo se va a tomar el que estés despierto de nuevo. Cuando nos separamos aquello le afectó mucho.

Él la entendía, más de lo que ella pensaba. Luis pensaba que su padre le abandonó, y ni siquiera sabía si era cierto.

—No quiere verme, ¿verdad?

Ella acabó suspirando.

—Javier, entiéndelo, me he casado… y ahora Luis y yo tenemos una familia con otra persona. No quiero que por ello estés enfadado conmigo y…

—Lo entiendo.

—… ¿Qué?

—Entiendo que ahora tu lugar está con otro. No tengo problemas con nadie, y menos contigo.

Ella enmudeció. Al ver la cara de su exmarido, supo que no mentía, pero le asustaba en parte esa actitud, cualquier persona normal se habría disgustado o enfadado, era como si no tuviera ninguna emoción. Descartó esa idea poco después, achacándolo al hecho de que no sabía lo que decía al no recordarla del todo.

—… Gracias —dijo ella.

Durante un rato hubo un silencio incomodo, hasta que ella abrió la bolsa.

—Te he traído un par de cosas —dijo, volviendo a sonreír—. Han estado cogiendo polvo en un cajón.

Puso la bolsa junto a él. Javier miró en su interior y empezó a sacar cosas. Un reloj, una cartera, un teléfono móvil…

—Preferí guardártelos, los de urgencias tienen los dedos largos.

Abrió la cartera, curioso por saber qué tenía dentro. Encontró varias cosas, la mayoría inútiles. Tarjetas de crédito caducadas, horarios de trenes… pero se interesó más por su DNI, el cual sacó y miró con detenimiento. En la foto estaba más arreglado, mas joven, y no tan delgado. Miró su edad y empezó a contar, tenía veinticuatro cuando sufrió el accidente. La diferencia era mayor en apariencia por estar sin asear. Comparando el antes y el después, parecía un vagabundo.

Había más en la cartera, tres fotos, una de ellas los mostraba a los dos, juntos y mucho más jóvenes. Luego miró detenidamente la segunda foto. Era de su hijo, una foto de un niño de cinco o seis años de pelo castaño y delgado, con ojos azules.

En la tercera imagen estaban los tres, sonriendo ante la cámara que les hizo la fotografía. Se mantuvo callado, escudriñándola. Parecían felices, pero no lo recordaba. Él no vivió eso.

—Ahora tiene quince años —dijo ella.

Intentó imaginar que aspecto tendría en la actualidad, pero no sabría decir, aquello despertó en él emociones que no conocía. Ella miró sus reacciones, Javier era tan distinto a como se comportaba al despertar, ahora mostraba mucha más… ¿humanidad?

Él levantó la vista de la foto, para mirarla.

—Menuda vida me perdí, ¿verdad? —preguntó, y recalcó aquella cuestión levantando las cejas y sonriendo con tristeza. Entendía muy bien lo que sentía ese niño, estuvo bajo circunstancias similares con su propio “padre”.

La miró a los ojos, sin siquiera parpadear. Tal vez podría hacer algo para cambiar de tema, pero antes prefirió animarla un poco.

—Dicen… que al final solo quedan los buenos momentos.

Es triste que no recuerde ninguno…

Si bien lo que dijo no era cierto (para él), la actitud desenfadada con la que lo dijo la animó un poco.

 —¿Puedo pedirte algo? —preguntó, Aquello pareció entusiasmarla en cierta manera, le venía bien hacerla sentirse útil.

—Puedes pedirme lo que quieras, para eso estoy aquí. ¿Qué necesitas?

Él volvió a sonreír.

—Me gustaría asearme un poco.

* * *

Tomás Ferrero veía los avances de la televisión en ese mismo momento, mientras comía con su mujer y su cuñado de invitado. Las noticias últimamente se centraban en los eventos ocurridos, en especial la del “amo de la bestia”. A ninguno de los sentados en esa mesa le parecía apropiado ver eso comiendo.

Ferrero era un hombre atractivo, de facciones algo duras y de pelo corto, cuya barba bien cuidada le daba un aspecto informal y a la vez soberbio. Siempre se mostraba en un aire desenfadado, lo que decía mucho a su favor la mayoría de las veces.

Cuando ya no aguantaba más, Tomás acabó apagando el televisor.

—Ya era hora de que lo hicieras —le dijo su cuñado Joaquín—. Eso revuelve el estómago a cualquiera.

María estaba totalmente de acuerdo con su hermano.

—A saber quien fue el lumbreras que dio permiso para hacer el reportaje. No sabéis lo que pueden llegar a decir los niños de primaria que lo ven después de los Simpsons.

—Lo mejor es no hacer caso —respondió Tomás, tratando de no levantar la mirada de la comida—. Seguro que es otra de esas mierdas de manipulación de la información, o un truco de la policía para pillar al responsable.

—¿Y por qué iban a mentir sobre algo así?

—Venga María, ¿si de pronto ves en la tele a un grillado diciendo que han gravado a un marciano te lo crees? —preguntó Tomás.

Ella se calló, iba a rebatir eso, pero desde luego tampoco iba a seguir con un tema así de desagradable.

—Desde luego, Iker Jiménez le va a darle un beso a quien montase todo ese circo —soltó su cuñado, y los tres a punto estuvieron de echarse a reír, pero era un chiste demasiado malo.

María empezó a recoger la mesa, cuando Tomás miró su reloj y entonces se levantó y empezó a  moverse muy deprisa.

—Joder, voy a llegar tarde.

—Oye, que no me engañas, todavía no son las tres y me… — decía ella, con un dedo levantado, pero él la cortó de un beso, en el que puso bastante empeño. Joaquín levantó una ceja y emitió una risilla. Cuando terminaron, ella le dedicó una mirada de molestia.

—Cómo te odio —dijo, sonriendo.

—Yo también te quiero —le respondió, cogiendo la maleta y la chaqueta y saliendo por la puerta.

A los cinco minutos ya estaba metido en el coche, directo al trabajo. Era un hombre que disfrutaba mucho de su oficio, trabajaba en el Instituto Nacional de Estadística como jefe de personal. Desde luego acertó de pleno cuando aprobó las oposiciones en el momento justo, acabó con buen despacho y buen horario. Hasta tenía su propia plaza de aparcamiento. Además cobraba del estado, así que no podían despedirle si no era por algo realmente gordo.

Cuando llegó a su planta le llegó el olorcillo a desinfectante, hacía poco que las limpiadoras pasaron por su sección. Llegó veinte minutos antes de tiempo, pero los técnicos y el supervisor que añadió a la plantilla hace unos meses ya estaban trabajando, registrando y codificando en sus terminales los resultados de las encuestas a las que estaban al cargo. Su labor era tan importante para los demás como sencilla para él. Se encargaba de establecer los salarios y dietas, gestionaba las vacaciones de los empleados, observaba y evaluaba la eficiencia de los mismos… los trabajadores no le veían como un santo ni como un ogro, pero en su presencia al menos mantenían el tipo.

Sin embargo, su fama no era tan buena a otros niveles.

Corrían rumores en la oficina, sin embargo ese asunto no le preocupaba. Sabía lo que tenía que hacer en caso de que llegase a ocurrir. Y además, tenía trabajo que hacer, después de todo faltaba poco para fin de mes.

—¿Señor Ferrero?

Se giró hacia la voz femenina que lo llamó. Tania Miranda, la secretaria de dirección, alzaba levemente la mano desde su escritorio. En las últimas semanas era la comidilla de la oficina en vigor por su… ¿Cambio? No podía llamárselo de otra forma. Llevaba algo más de tres años metida como chica de los recados, y acabó siendo la secretaria hacía un par de meses. La definición de “mosquita muerta” le iba que ni pintada cuando llegó a la empresa, por su pinta solitaria, evasiva y antisocial.

Tomás recordó que antes de aquel cambio, estuvo una temporada nerviosa, se apartaba más que de costumbre, como si algo la atemorizase. Entonces pidió una semana de vacaciones, la primera desde que trabajaba en el INE. Cuando volvió, su actitud volvía a ser la de siempre, pero fue entonces cuando empezó a cambiar de forma progresiva. Primero en su actitud, y luego en su apariencia. Si al principio era reservada y vestía de forma humilde, ahora era segura de si misma, vistiendo ropa mucho más elegante y provocativa. Tal actitud le valió aquel ascenso, por así decirlo.

—Señor Ferrero, ¿puede venir, por favor? —le pidió, con una voz melodiosa y atrayente, antaño temerosa y quebradiza. Tomás fue hacia ella.

¿Quien se puede negar?

Cuando llegó a su altura, pudo apreciar en su mayoría el cambio. Unas diminutas gafas se apoyaban en su nariz ligeramente respingona, el pelo castaño suelto y rizado, unos pómulos esculturales y unos labios carnosos. Vestía una blusa blanca de amplio escote y mangas casi inexistentes. Desde donde estaba Tomás, podía ver la corta minifalda, continuada por unas piernas impresionantes, acabadas en unos tacones finísimos. Pero no fueron los tacones los que por poco provocan en el una reacción involuntaria.

Ella hizo un leve gesto con un bolígrafo, indicándole que estaba algo más arriba, y cuando él volvió a la realidad, ella le recibió con una sonrisa coqueta.

—La directora quiere que se reúna con ella en cuanto llegue.

Tomás miró su reloj, faltaban tres horas para eso. Le parecía bien.

—Muchas gracias, Tania. Si puedes hacerme el favor, avísame cuando esté en su despacho —le contestó, y se dio la vuelta con el paso algo ligero y el pulso un poco acelerado.

—¿Necesita algo más, señor Ferrero? —preguntó Tania, acomodándose en el sillón y haciéndolo girar un poco.

—No, gracias —respondió, aireándose el cuello de la camisa con el índice.

Hay que joderse con la mosquita muerta —pensaba él. Desde luego, ella había cambiado.

Llegó a su despacho, el olor no era tan fuerte allí, las ventanas estaban abiertas. Mesas y estanterías del mejor roble, sillones de cuero, buenas vistas… Aquello sería su paraíso particular de no ser porque tenía que trabajar.

* * *

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Comentarios

L
<br /> Me encantan los relatos!! de este blog<br />
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